Por Juan
Carlos Trujillo, 22/04/2011
Desde pequeño, mi padre me enseñó el placer de viajar
por las carreteras. Más allá de los peligros implícitos en las vías, existe un
encanto especial al ser pasajero en un vehículo que transita por caminos llenos
de paisajes fabulosos; uno se siente como un espectador ante un Cinemascope.
Sé, que éste placer en específico, fue la razón principal por la cual decidí
ser fotógrafo y por ende, el origen de mi apetito insaciable por nuevas
locaciones, dentro y fuera de Venezuela.
Adentrándonos un poco más en la ciudad, quise conocer
un monumento del cual tenía una simpática referencia anecdótica, me refiero al
“Sanjuanote” una majestuosa imagen de San Juan Bautista, levantada al frente de
la Plaza Bolívar de dicha población, y la cual cuenta con más de 19 metros de
altura.sta imagen tan imponente, se comenzó a construir en 1932, por
encargo del Presidente Juan Vicente Gómez al famoso escultor Alejandro Colina,
motivado por una visita que éste hiciera a San Juan de Los Morros y donde la
autoridad local, además de recibirlo con los honores a su investidura,
aprovechó para hacerle una petición al “Benemérito”, “Queremos un gran San
Juan” dijo, pero él funcionario se refería a la ciudad y lo concerniente a su
desarrollo económico, no al tamaño del monumento. No sé si sería por falta de entendimiento, por cinismo
o por ironía, pero el mismo año en que falleció Juan Vicente Gómez, se inauguró
la enorme imagen de este santo, la cual vigila el día a día de esta pujante
ciudad.
Luego de realizar las capturas pertinentes con mi
cámara, tanto del Sanjuanote, como del Monumento a la Bandera y Los Morros de
San Juan, continuamos con nuestro viaje, realizando otra parada en un pueblo
enigmático, cargado de historias taciturnas, inmortalizadas en una novela, la
cual se ha convertido en un clásico de la literatura venezolana: “Casas
Muertas” de Miguel Otero Silva.
Ortiz, se llama el pueblo, cuyos habitantes fueron
afectados por una epidemia de fiebre amarilla, en la segunda mitad del siglo
XIX, la que logró diezmar, casi por completo, a su población. La otrora ciudad más importante de los Llanos, se
convirtió repentinamente en un pueblo fantasma, donde la muerte, el miedo y la
paranoia, se convirtieron en sus visitantes recurrentes. De ese pasado, quedan
hoy pocos vestigios, tan sólo unas cuantas fachadas de esas “Casas Muertas”,
recuerdan los hechos trágicos de un pueblo que se negó a morir y el cual es
hoy, de nuevo, un pueblo pujante, en franco crecimiento, donde hasta los muertos
cambiaron de casa. Si, aunque suene extraño, la paranoia por la peste que
afectó Ortiz llegó a tal punto, que un médico del pueblo en el año 1879, le
pidió al gobierno del presidente Guzmán Blanco el cierre del cementerio y la
construcción de otro, ubicándolo en un terreno más apartado de la población, lo
que suponía también, la mudanza de todos sus “inquilinos”. Está medida fue
realizada muchos años después en el año 1910.
Para mí fue realmente
impresionante haber encontrado las ruinas de dicho camposanto, gracias a los
datos aportados por los lugareños. Por un instante pasaron por mi mente
párrafos de la mencionada novela de Miguel Otero Silva: “…El gamelote y la paja
sabanera se hicieron dueños de aquellas tierras sin guardián, campeaban entre
las tumbas y por encima de ellas, ocultaban los nombres de los difuntos,
asomaban por sobre de la tapia diminuta…". Precisamente así encontré a
este cementerio, escondido entre humildes viviendas, en
un pequeño callejón, repleto de maleza y con sus nichos y tumbas profanadas,
testigos silentes de un sufrimiento que muchos vecinos de este lugar hoy en
día, desconocen. De hecho, muy cerca del cementerio viejo se encuentra una
manga de Toros Coleados, donde los actuales habitantes de Ortiz y de pueblos
aledaños, disfrutan de tardes festivas, cargadas de adrenalina, pasión, alcohol
y música, en un deporte donde los llaneros demuestran sus habilidades ecuestres
y en el control de las reses.
Después de captar con mi cámara estas imágenes llenas
de tanta historia, dejé Ortiz con sus fantasmas y con sus coloridas “Casas
Vivas” de la actualidad, recordando estrofas de un escritor nacido en ese
pueblo: Dr. Daniel Mendoza “…Mi tristeza fue más honda al ver sus tumbas
arropadas por los matorrales, circuidos de barandales herrumbrosos,
resquebrajados. Me aleje de aquel sagrado sitio con el corazón oprimido…”.
Luego seguimos en nuestro viaje, llano adentro, y así
me encontré con una ciudad rodeada de arrozales y de una gran represa, me
refiero a Calabozo, donde una escultura llamada “Los Fundadores” da la formal
bienvenida a la tierra llana y al corazón de Venezuela (el Estado Guárico tiene
forma de corazón y está situado justo en el centro del país). Hice una parada
en esta escultura, motivado por el realismo de las facciones de sus personajes.
Un lenguaje corporal cargado de dramatismo, y no podía ser distinto, debido a
que el motivo principal de dicha obra es la fundación de la ciudad por parte de
unos sacerdotes.
En marzo de 1723 los misioneros Capuchinos andaluces
Bartolomé de San Miguel y Fray Salvador de Cádiz reunieron 520 indios de las
riberas del Orinoco y los asentaron en el lugar que ocupa hoy en día la ciudad
y solicitaron a la Corona Española y al Capitán General de Venezuela fundar La
Villa de Todos los Santos de Calabozo, hecho que significó un conflicto de intereses
con los terratenientes de la época y dichos sacerdotes, sin contar todo el
drama que significó la evangelización (muchas veces a la fuerza) de los nativos
de estos pueblos autóctonos, habitantes originales de esas tierras. Así recordé una historia muy poco contada de un
personaje, también muy poco recordado. Resulta que en Calabozo a finales del
siglo XVIII y principios del siglo XIX nació y vivió un verdadero genio, cuyo
talento fue reconocido en su libro: “Viaje a las Regiones Equinocciales”, por
Alejandro Humboldt cuando visitó esta población llanera y conoció personalmente
a Carlos del Pozo. Un científico autodidacta, el cual realizó experimentos e
inventó instrumentos para trabajar con la electricidad, casi 100 años antes que
Tomas Alva Edison ( Baterías, Electrómetros, Electróforos, etc.), incluso
inventó un pararrayos totalmente artesanal, con los escasos implementos que
pudo tener a la mano, en un pueblo con muy pocos recursos científicos o
intelectuales para la época.
Siguiendo con el viaje, pasamos junto a llanuras
anegadas, los muy famosos Esteros de Camagüan. Ellos lucen como un oasis en una
sabana cargada de tonos sepias, debido a la temporada de sequía. A los pocos
minutos empecé a divisar en el paisaje, pastando y retozando en charcas, a los
Búfalos de Agua, originales de la India, pero desde hace casi 60 años criándose
en estas tierras. Ellos indicaban claros que nuestro viaje llegaba a su
destino: La Hacienda Terecay.
“Allá lejos Terecay, cerquita de San Fernando, donde
tengo unos amigos, donde voy de vez en cuando….”. Así comienza una tonada
llamada “El Bucerrito” del gran cantautor venezolano Simón Díaz, la cual
escribió después de una visita a esta hacienda.“Él solía pasar a tomarse
un café con papá, cuando estaba de paso”, me contaba la hija del difunto Chucho
Reggeti: Odette, compañera de viaje y anfitriona en la hacienda. En una de esas
visitas a su amigo y además propietario de Terecay, Simón Díaz contempló una
escena muy triste: un Bucerrito (cría del Búfalo) se le murió su madre y la
desesperanza mostrada por este animalito fue razón suficiente para inspirar al
gran compositor para hacer una bella canción, que es una de mis preferidas del
amplio repertorio de su autoría.
Fue fabuloso internarme en las actividades diarias de
los Búfalos (pastoreo, ordeño, etc.), mezclarme entre estos enormes y nobles
animales y captarlos con mi cámara, mientras en mi cabeza sonaban las notas de
esa tonada que desde hace muchos años me ha gustado y que siempre me ha hecho
contactar con el sufrimiento de aquellos quienes han perdido a su madre de una
u otra manera.
Luego de pasearme con mi cámara por las sabanas y
senderos, captando no sólo a los Búfalos, sino también a toda la fauna que hace
vida dentro de Terecay, llegó la noche y a la mañana siguiente partimos de
vuelta hacia Caracas, pero antes, nos desviamos a San Fernando de Apure. Me
habían hablado de un famoso “Sanfernandote”, una escultura al puro estilo del
Sanjuanote de San Juan de Los Morros, claro con distinto protagonista y más
moderna (Wascar Jaspe, 1993), por ende, no quería desaprovechar la ocasión para
conocerlo y captarlo en mis fotos.
Para acceder a la ciudad de San Fernando, hay que
atravesar, por medio de un puente, un río de impresionante caudal: El Rio
Apure. Hice una parada en el medio de dicho puente para admirar el rio e
imaginarme al recio héroe llanero de La Independencia y Primer Presidente de
Venezuela: José Antonio Páez, atravesando a caballo, dicho rio, junto a sus
hombres en la Toma de Las Flecheras en 1818, en plena Guerra de Independencia,
generando este hecho, respeto y hasta pánico por parte de sus contendores
españoles. Al salir del puente y
entrar a la ciudad, me fijo en un cartel que dice: Puente María Nieves, lo cual pasó desapercibido ante mis ojos,
hasta que Odette me cuenta que ese nombre era de un muchacho y no de una mujer,
como cualquiera podía imaginarse, además un llanero muy recio, el cual, al
igual que Páez, atravesó el Rio Apure, pero a nado, siendo el primero
registrado en hacer tal proeza. Pensé que muchos hombres quisieran tener un
ápice del valor y la hombría que demostró María Nieves en su oportunidad.
Ya en plena ciudad, me llamó la atención el aspecto
caótico de sus calles, abarrotadas de vendedores ambulantes y de un desorden
vehicular apabullante, en total disonancia con la quietud de las sabanas que lo
circundan. En medio de ese caos, se levantan sendas esculturas. Una de ellas,
le rinde justo homenaje a la mano derecha del General Páez, el bravío Pedro
Camejo, mejor conocido como “Negro Primero”, el cual encontró su muerte, de
manera valiente, en el Campo de Carabobo, donde se selló la libertad de
Venezuela, no sin antes despedirse de Páez, diciéndole: “Mi General vengo a
decirle adiós, porque estoy muerto”. A unos cuantos metros de este monumento, se encuentra
una plaza con una escultura ecuestre del General Páez, inspirada en el famoso
grito de este prócer: “Vuelvan Caras”, aunque muchos historiadores aseguran que
el verdadero grito fue: “Vuelvan Carajo”, hipótesis más creíble, debido al
nivel de instrucción que hasta ese momento tenía el General y también, tomando
en cuenta la pasión y adrenalina desencadenados en un encuentro bélico..
Dicho grito lo realizó Páez, durante la Batalla de Las Queseras del Medio,
simulando una retirada de sus 154 lanceros a caballo, tras la persecución de
1200 jinetes de la Caballería Española, para luego sorprenderlos, devolviéndose
repentinamente, embistiéndolos con una furia desbocada, pasando de ser
perseguido a perseguidor.
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