lunes, 27 de enero de 2014

“Historias entre Sanjuanote y Sanfernandote”, @MisPerspectivas



Por Juan Carlos Trujillo, 22/04/2011

Desde pequeño, mi padre me enseñó el placer de viajar por las carreteras. Más allá de los peligros implícitos en las vías, existe un encanto especial al ser pasajero en un vehículo que transita por caminos llenos de paisajes fabulosos; uno se siente como un espectador ante un Cinemascope. Sé, que éste placer en específico, fue la razón principal por la cual decidí ser fotógrafo y por ende, el origen de mi apetito insaciable por nuevas locaciones, dentro y fuera de Venezuela.

 Hace unas semanas, me invitaron a una hacienda enclavada en el corazón de Los Llanos Centrales de mi país; específicamente en el límite entre los estados Guárico y Apure. La invitación fue más que eso, ya que mis anfitrionas no se limitaron a recibirme en las instalaciones de la hacienda, sino que además me llevaron en su carro y se convirtieron en cómplices de mi curiosidad y mi cámara fotográfica.El viaje desde Caracas tuvo una primera parada en la ciudad de San Juan de Los Morros, una peculiar población, capital del Estado Guárico, amurallada por una hermosa formación rocosa (Morros) la cual anuncia a los viajeros que hasta ese lugar llegan las montañas centrales y comienzan las extensas llanuras venezolanas. Coincidencialmente, a la entrada de esta ciudad existe una depresión geográfica entre montañas y un río, la cual lleva por nombre “La Puerta”. En ese lugar, se enfrentaron en 3 ocasiones, las Tropas Realistas (España) y las Tropas Patriotas (Venezuela), resultando en las tres oportunidades, derrotas significativas para la gesta emancipadora. En ese sitio se levantó un monumento muy imponente, con forma de marco de un gran portal, pero más allá de la belleza del monumento en sí, me llamó mucho la atención que se conmemorara la triple derrota de nuestro Ejercito Libertador, debido a que nunca había sabido la existencia de algún otro monumento que recordara fracasos, pero al leer la placa que está ubicada en las bases del mismo, me di cuenta que dicha estructura fue levantada para celebrar la constancia ante las adversidades y la valentía de un ejército que se enfrentó en amplia minoría numérica, contra un ejército más preparado y con mayores provisiones (y en ocasiones, con mayor crueldad en sus acciones, sobre todo en el caso de Boves, quién comandó las Tropas Realistas en la primera Batalla de La Puerta). En la inscripción del monumento entre muchas frases del Libertador, rescato éstas: “Dios concede la victoria a la constancia” (Simón Bolívar, Carúpano, 1814) “Mi constancia no desmaya y aun se fortifica con la adversidad” (Simón Bolívar, Cartagena, 1827).


Adentrándonos un poco más en la ciudad, quise conocer un monumento del cual tenía una simpática referencia anecdótica, me refiero al “Sanjuanote” una majestuosa imagen de San Juan Bautista, levantada al frente de la Plaza Bolívar de dicha población, y la cual cuenta con más de 19 metros de altura.sta imagen tan imponente, se comenzó a construir en 1932, por encargo del Presidente Juan Vicente Gómez al famoso escultor Alejandro Colina, motivado por una visita que éste hiciera a San Juan de Los Morros y donde la autoridad local, además de recibirlo con los honores a su investidura, aprovechó para hacerle una petición al “Benemérito”, “Queremos un gran San Juan” dijo, pero él funcionario se refería a la ciudad y lo concerniente a su desarrollo económico, no al tamaño del monumento. No sé si sería por falta de entendimiento, por cinismo o por ironía, pero el mismo año en que falleció Juan Vicente Gómez, se inauguró la enorme imagen de este santo, la cual vigila el día a día de esta pujante ciudad.

Luego de realizar las capturas pertinentes con mi cámara, tanto del Sanjuanote, como del Monumento a la Bandera y Los Morros de San Juan, continuamos con nuestro viaje, realizando otra parada en un pueblo enigmático, cargado de historias taciturnas, inmortalizadas en una novela, la cual se ha convertido en un clásico de la literatura venezolana: “Casas Muertas” de Miguel Otero Silva.


Ortiz, se llama el pueblo, cuyos habitantes fueron afectados por una epidemia de fiebre amarilla, en la segunda mitad del siglo XIX, la que logró diezmar, casi por completo, a su población. La otrora ciudad más importante de los Llanos, se convirtió repentinamente en un pueblo fantasma, donde la muerte, el miedo y la paranoia, se convirtieron en sus visitantes recurrentes. De ese pasado, quedan hoy pocos vestigios, tan sólo unas cuantas fachadas de esas “Casas Muertas”, recuerdan los hechos trágicos de un pueblo que se negó a morir y el cual es hoy, de nuevo, un pueblo pujante, en franco crecimiento, donde hasta los muertos cambiaron de casa. Si, aunque suene extraño, la paranoia por la peste que afectó Ortiz llegó a tal punto, que un médico del pueblo en el año 1879, le pidió al gobierno del presidente Guzmán Blanco el cierre del cementerio y la construcción de otro, ubicándolo en un terreno más apartado de la población, lo que suponía también, la mudanza de todos sus “inquilinos”. Está medida fue realizada muchos años después en el año 1910.

Para mí fue realmente impresionante haber encontrado las ruinas de dicho camposanto, gracias a los datos aportados por los lugareños. Por un instante pasaron por mi mente párrafos de la mencionada novela de Miguel Otero Silva: “…El gamelote y la paja sabanera se hicieron dueños de aquellas tierras sin guardián, campeaban entre las tumbas y por encima de ellas, ocultaban los nombres de los difuntos, asomaban por sobre de la tapia diminuta…". Precisamente así encontré a este cementerio, escondido entre humildes viviendas, en un pequeño callejón, repleto de maleza y con sus nichos y tumbas profanadas, testigos silentes de un sufrimiento que muchos vecinos de este lugar hoy en día, desconocen. De hecho, muy cerca del cementerio viejo se encuentra una manga de Toros Coleados, donde los actuales habitantes de Ortiz y de pueblos aledaños, disfrutan de tardes festivas, cargadas de adrenalina, pasión, alcohol y música, en un deporte donde los llaneros demuestran sus habilidades ecuestres y en el control de las reses.

Después de captar con mi cámara estas imágenes llenas de tanta historia, dejé Ortiz con sus fantasmas y con sus coloridas “Casas Vivas” de la actualidad, recordando estrofas de un escritor nacido en ese pueblo: Dr. Daniel Mendoza “…Mi tristeza fue más honda al ver sus tumbas arropadas por los matorrales, circuidos de barandales herrumbrosos, resquebrajados. Me aleje de aquel sagrado sitio con el corazón oprimido…”.

Luego seguimos en nuestro viaje, llano adentro, y así me encontré con una ciudad rodeada de arrozales y de una gran represa, me refiero a Calabozo, donde una escultura llamada “Los Fundadores” da la formal bienvenida a la tierra llana y al corazón de Venezuela (el Estado Guárico tiene forma de corazón y está situado justo en el centro del país). Hice una parada en esta escultura, motivado por el realismo de las facciones de sus personajes. Un lenguaje corporal cargado de dramatismo, y no podía ser distinto, debido a que el motivo principal de dicha obra es la fundación de la ciudad por parte de unos sacerdotes.

En marzo de 1723 los misioneros Capuchinos andaluces Bartolomé de San Miguel y Fray Salvador de Cádiz reunieron 520 indios de las riberas del Orinoco y los asentaron en el lugar que ocupa hoy en día la ciudad y solicitaron a la Corona Española y al Capitán General de Venezuela fundar La Villa de Todos los Santos de Calabozo, hecho que significó un conflicto de intereses con los terratenientes de la época y dichos sacerdotes, sin contar todo el drama que significó la evangelización (muchas veces a la fuerza) de los nativos de estos pueblos autóctonos, habitantes originales de esas tierras. Así recordé una historia muy poco contada de un personaje, también muy poco recordado. Resulta que en Calabozo a finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX nació y vivió un verdadero genio, cuyo talento fue reconocido en su libro: “Viaje a las Regiones Equinocciales”, por Alejandro Humboldt cuando visitó esta población llanera y conoció personalmente a Carlos del Pozo. Un científico autodidacta, el cual realizó experimentos e inventó instrumentos para trabajar con la electricidad, casi 100 años antes que Tomas Alva Edison ( Baterías, Electrómetros, Electróforos, etc.), incluso inventó un pararrayos totalmente artesanal, con los escasos implementos que pudo tener a la mano, en un pueblo con muy pocos recursos científicos o intelectuales para la época.


Siguiendo con el viaje, pasamos junto a llanuras anegadas, los muy famosos Esteros de Camagüan. Ellos lucen como un oasis en una sabana cargada de tonos sepias, debido a la temporada de sequía. A los pocos minutos empecé a divisar en el paisaje, pastando y retozando en charcas, a los Búfalos de Agua, originales de la India, pero desde hace casi 60 años criándose en estas tierras. Ellos indicaban claros que nuestro viaje llegaba a su destino: La Hacienda Terecay.

“Allá lejos Terecay, cerquita de San Fernando, donde tengo unos amigos, donde voy de vez en cuando….”. Así comienza una tonada llamada “El Bucerrito” del gran cantautor venezolano Simón Díaz, la cual escribió después de una visita a esta hacienda.“Él solía pasar a tomarse un café con papá, cuando estaba de paso”, me contaba la hija del difunto Chucho Reggeti: Odette, compañera de viaje y anfitriona en la hacienda. En una de esas visitas a su amigo y además propietario de Terecay, Simón Díaz contempló una escena muy triste: un Bucerrito (cría del Búfalo) se le murió su madre y la desesperanza mostrada por este animalito fue razón suficiente para inspirar al gran compositor para hacer una bella canción, que es una de mis preferidas del amplio repertorio de su autoría.

Fue fabuloso internarme en las actividades diarias de los Búfalos (pastoreo, ordeño, etc.), mezclarme entre estos enormes y nobles animales y captarlos con mi cámara, mientras en mi cabeza sonaban las notas de esa tonada que desde hace muchos años me ha gustado y que siempre me ha hecho contactar con el sufrimiento de aquellos quienes han perdido a su madre de una u otra manera.

Luego de pasearme con mi cámara por las sabanas y senderos, captando no sólo a los Búfalos, sino también a toda la fauna que hace vida dentro de Terecay, llegó la noche y a la mañana siguiente partimos de vuelta hacia Caracas, pero antes, nos desviamos a San Fernando de Apure. Me habían hablado de un famoso “Sanfernandote”, una escultura al puro estilo del Sanjuanote de San Juan de Los Morros, claro con distinto protagonista y más moderna (Wascar Jaspe, 1993), por ende, no quería desaprovechar la ocasión para conocerlo y captarlo en mis fotos.

Para acceder a la ciudad de San Fernando, hay que atravesar, por medio de un puente, un río de impresionante caudal: El Rio Apure. Hice una parada en el medio de dicho puente para admirar el rio e imaginarme al recio héroe llanero de La Independencia y Primer Presidente de Venezuela: José Antonio Páez, atravesando a caballo, dicho rio, junto a sus hombres en la Toma de Las Flecheras en 1818, en plena Guerra de Independencia, generando este hecho, respeto y hasta pánico por parte de sus contendores españoles. Al salir del puente y entrar a la ciudad, me fijo en un cartel que dice: Puente María Nieves, lo cual pasó desapercibido ante mis ojos, hasta que Odette me cuenta que ese nombre era de un muchacho y no de una mujer, como cualquiera podía imaginarse, además un llanero muy recio, el cual, al igual que Páez, atravesó el Rio Apure, pero a nado, siendo el primero registrado en hacer tal proeza. Pensé que muchos hombres quisieran tener un ápice del valor y la hombría que demostró María Nieves en su oportunidad.

Ya en plena ciudad, me llamó la atención el aspecto caótico de sus calles, abarrotadas de vendedores ambulantes y de un desorden vehicular apabullante, en total disonancia con la quietud de las sabanas que lo circundan. En medio de ese caos, se levantan sendas esculturas. Una de ellas, le rinde justo homenaje a la mano derecha del General Páez, el bravío Pedro Camejo, mejor conocido como “Negro Primero”, el cual encontró su muerte, de manera valiente, en el Campo de Carabobo, donde se selló la libertad de Venezuela, no sin antes despedirse de Páez, diciéndole: “Mi General vengo a decirle adiós, porque estoy muerto”. A unos cuantos metros de este monumento, se encuentra una plaza con una escultura ecuestre del General Páez, inspirada en el famoso grito de este prócer: “Vuelvan Caras”, aunque muchos historiadores aseguran que el verdadero grito fue: “Vuelvan Carajo”, hipótesis más creíble, debido al nivel de instrucción que hasta ese momento tenía el General y también, tomando en cuenta la pasión y adrenalina desencadenados en un encuentro bélico.. Dicho grito lo realizó Páez, durante la Batalla de Las Queseras del Medio, simulando una retirada de sus 154 lanceros a caballo, tras la persecución de 1200 jinetes de la Caballería Española, para luego sorprenderlos, devolviéndose repentinamente, embistiéndolos con una furia desbocada, pasando de ser perseguido a perseguidor.



Seguí buscando a Sanfernandote y de repente me topé con una escultura, un tanto desproporcionada, pero llena de color, de gran tamaño, pero con rostro cándido, era Fernando III, Rey de Castilla y León en la Edad Media, conocido como “El Rey Santo”. Enseguida preparé mi cámara y comencé a captar desde distintos ángulos esa escultura que parecía más una de las “Fallas” de Valencia, España, o un personaje sacado de alguna serie animada japonesa, con su sable en alto, en actitud protectora, con el mundo en su mano izquierda y con la ciudad que lleva su nombre, a sus pies. De esta manera, comenzó mi retorno, con mi cámara llena de imágenes y mi memoria cargada de historias y paisajes para compartir, siempre desde mi propia perspectiva.


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