Por Juan
Carlos Trujillo, 19/11/2013
Las personas cuando piensan en un sitio donde
encontrar la paz interior, suelen pensar en resorts en playas paradisíacas,
cabañas en montañas nevadas, la selva amazónica o incluso el Tíbet, pero pocas
veces piensan en El Llano como una opción. Esta vasta
extensión de terreno que se extiende desde el Departamento de Arauca en Colombia, hasta el Estado Anzoátegui en Venezuela , es una
región muy fértil para la agroindustria y para la cría de ganado de todo tipo,
razón por la cual, la gente suele asociar a El Llano con vacas, monte y gente
simpática y dicharachera. Aunque esto sea cierto, existe algo más, es un tipo
de energía especial, algo que sólo se puede experimentar y no contar con
palabras.
La primera vez que visité El Llano, era muy pequeño, y
como todo niño, el viaje se me hizo tedioso, aun cuando mis padres procuraban
mantener mi atención distraída con el paisaje circundante a la carretera y a
sabiendas de mi atracción hacia los animales, me llenaban de expectativas, con
promesas de vacas, caballos, cerditos y pollitos. Mi imaginación asociaba esas
imágenes con mi granja Fisher Price, típica postal de Utah o de Texas en EE.UU.
Al llegar a la hacienda de mi tío en la población de
Calabozo (Estado Guárico, Venezuela), no sentí desilusión alguna por no ver el
granero pintado de rojo y blanco, ni tampoco a las vaquitas Holstein, al
contrario, sentí fascinación automática por esa abundancia de naturaleza, en
mis ojos sólo se reflejaba el verde infinito, la ausencia de montañas, la
cantidad casi inmensurable de aves, los imponentes y briosos caballos, el
ganado sigiloso y nervioso; pero en mi corazón había algo más, que por mi corta
edad no lo entendía. Al regresar a Caracas, pasé gran cantidad de tiempo con
una melancolía, típica del desarraigo, así conocí las canciones de Simón Díaz,
compositor llanero que con gran acierto me permitía, a través de sus tonadas,
hacer contacto con esas hermosas tierras.
Este enamoramiento se mantuvo con el tiempo y cada vez
que tenía oportunidad de viajar al Llano, gracias a alguna invitación, mi
corazón latía muy fuerte, como si fuera al encuentro de un gran amor. Una de
las sensaciones que siempre he buscado en esas infinitas tierras, es la soledad
absoluta. Cabalgar adentrándome en la llanura y sólo escuchar el canto de las
aves, es una experiencia que mi alma agradece. Conectarse con esa energía
única, sentirse vulnerable, pero a la vez respetado por la fauna que te rodea,
saber que sólo eres una pieza más de esa enorme extensión de tierra, donde
existe un equilibrio natural perfecto, lleno de drama y de paz a la vez, hace
que mi ego prácticamente desaparezca.
Recuerdo en una oportunidad, cabalgando en una hacienda en el Estado
Cojedes (Venezuela), sentir un chillido de gavilán, cuando voltee me sorprendí
al ver que dicho rapaz venía volando apuntando sus garras hacia mí. Enseguida
me agaché y abracé el cuello del caballo, sintiendo el vuelo rasante de dicha
ave por mi espalda. El gavilán hundió sus garras en una serpiente, escondida en
el monte, muy cerca de la pata del caballo, e inmediatamente alzó vuelo hacia
una rama de un árbol cercano, dispuesto a comer su presa frente a mis ojos
atónitos. En ese momento, descubrí que quería ser fotógrafo, aunque acababa de
graduarme de publicista, inmediatamente supe, cuál era mi pasión. Me sentí
agradecido con Dios y con la naturaleza, por permitirme ser testigo de ese
momento impresionante y a la vez frustración por no tener una cámara, con la
cual pudiese registrar, para la posteridad, ese tipo de experiencias y poderlas
compartir con el resto de las personas. Ese momento, para mí, fue como una
iluminación, desde entonces comencé a aprender fotografía, buscando mejorar
poco a poco, ganando experiencia y actualizando mis equipos fotográficos,
hasta lograr tener lo adecuado para captar ese tipo de experiencias visuales.
Pasados 15 años del anterior relato, mientras visitaba la HaciendaTerecay, cerca de San Fernando de Apure (Venezuela), durante una caminata
matinal, captando la fauna con mi cámara, el Llano me devolvió gentilmente una
experiencia parecida a la ya vivida, pero ahora con mi cámara pude captar parte
del drama de la supervivencia en la naturaleza. Lamentablemente no capté al ave
en vuelo, pero si el momento en que atrapaba una presa y luego su vigilante y
poderosa mirada.
Luego de tomar las fotos, sentí el placer en mis
retinas de volver a vivir, esa magia que sólo pocas personas se dan el permiso
de sentir en ambientes campestres como ese. Entendí lo que
han relatado escritores como Rómulo Gallegos o músicos como Juan Vicente
Torrealba o Simón Díaz en sus obras, al conectarse con esa fuente infinita de
inspiración, llena de mitos, historias y leyendas. Fecundadas por la eterna
soledad de las sabanas, arropadas de cánticos de aves en las mañanas y de
grillos y ranas en las noches estrelladas.
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