Miguel Andres fotografiado por su Tia Oraima Rojas |
Por Golcar, 23/07/2013
Nunca es fácil poner un adjetivo a la
diferencia sin que a la larga contenga una carga -en unos casos mayor y en
otros menor- de negatividad.
Al referirnos a las personas que se
salen de los cánones de lo socialmente aceptado como “normal”, “regular” o
“común”, subyace un riesgo de poner de manifiesto una no total aceptación del
diferente. Incluso llegamos a no saber cómo nombrarlos, cómo referirnos a las
personas distintas sin que parezca que en nuestra expresión, en el fondo, hay
una cierta animadversión, incomodidad, compasión, lástima, vergüenza o rechazo
por la diferencia.
Por eso las discusiones de cómo llamar a
la gente diferente vienen de hace mucho tiempo. Siempre hay algún estudioso del
lenguaje que termina descubriendo la carga negativa en las palabras empleadas o
la imposibilidad que tiene el lenguaje para proporcionar un término que se
ajuste a lo que en verdad se quiere expresar cuando nos referimos al diferente
y a su diferencia.
De “Anormales” pasamos a “Minusválidos”
“Discapacitados” a “Personas Excepcionales”, a “Personas Especiales”, a
“Personas con Capacidades Especiales”, a “Personas con Capacidades Diferentes”…
No hay modo, seguimos sin encontrar el término para esas minorías diferentes,
que no son enfermas, no padecen una enfermedad sino que tienen una condición
diferente. Gente que no esta entre los márgenes de lo “normal” o “regular”.
¡Es que hasta para nombrar a quienes no poseen
una condición diferente o minoritaria se nos hace difícil!
Para efectos de este artículo, quiero
ampliar el término “diferente” o “especial” para incluir también a otras
minorías o grupos de personas que son o han sido discriminados y maltratados por
la única razón de no ser como la mayoría.
A nadie le gusta escuchar que una
persona diga “Yo soy normal” para referirse a que no es, por ejemplo,
homosexual, transexual, con Síndrome de Down, con Sídrome Bipolar, o con
cualquier otra condición diferente a lo que consideramos como regular o común,
porque allí se ubica la mayoría de los seres humanos.
No es para nada fácil nombrar a las
minorías, definitivamente, ni referirse a la mayoría al enfrentarla a esas
minorías.
Entonces se llega a una tenue línea divisoria
que muchas veces traspasamos sin darnos cuenta, en la que, al referirnos a las
minorías, terminamos siendo discriminatorios, incluso, sin quererlo.
Aunque en otros casos, muchas personas
lo hacen absolutamente a propósito, utilizan la diferencia para burlarse,
insultar, discriminar o menospreciar.
A veces escuchamos cosas como: “Yo no
soy racista, a mi me presentan un negro y hasta la mano le doy”, o “No seas
mongólico”, “Tu eres un retrasado” o “pareces bipolar” “el es gay, pero es
buena gente”… podría seguir con una larga lista en la que incluso llegamos a
encontrar referencias a opciones religiosas o tendencias políticas. La
capacidad del ser humano para insultar a partir de la diferencia no parece
tener límites.
Es irónico y contradictorio porque la
mayoría de la gente, si no se siente especial, diferente u original, quisiera
serlo, pero utilizan a quienes sí lo son y no por propia decisión sino porque
es su condición natural, para insultar y menospreciar.
Por todo eso, los países se ven en la necesidad
de legislar para que las personas que pertenecen a minorías diferentes cuenten
con un marco legal que las proteja, que las defienda de la discriminación, del
abuso, del acoso, del bullying de la mayoría “normal”.
Uno de los mayores avances en nuestro
país en cuanto a lo que se refiere al trato y legislación sobre las personas
diferentes, es la inclusión de artículos en la Ley del Trabajo en los que se
busca garantizar el derecho al trabajo de las personas con capacidades
diferentes. Un logro, sin duda, de quienes durante años han trabajado y luchado
para obtener ese tipo de reivindicaciones.
Hoy, mi sobrino y ahijado, Miguel
Andrés, empezó a trabajar en una farmacia en Mérida. Cuando vi en el grupo de
Whatsapp de la familia su foto con con la franela del uniforme del trabajo, no
pude evitar que se me aguaran los ojos -de hecho, escribo esto con los
lagrimones asomándose- y el pecho se me hinchó de orgullo, al verlo feliz con
su ajuar de trabajador.
Pero la alegría y la emoción no evitaron
que me pusiera a reflexionar sobre estas cosas que escribo aquí.
Al mirarlo, junto con la alegría de
verlo orgulloso exhibiendo su franela, pensé en que si bien es un gran logro
exigir por ley que las empresas tengan plazas de trabajo para personas
diferentes o especiales o con capacidades especiales o como más a gusto nos
sintamos para referirnos a ellos, es absurdo que en nuestro país no exista la
posibilidad de que esas personas puedan terminar, en la medida de sus
posibilidades y capacidades, los estudios regulares.
Miguel estuvo en colegios hasta donde su
capacidad de aprendizaje de acuerdo a la edad, se lo permitió. Aprendió a leer
y escribir, un poco más tarde y con mayor dificultad que la mayoría, pero
aprendió. Está en natación y en Kárate desde pequeño, aprende pirograbado en un
taller y es percusionista de la Orquesta Sinfónica. Trabaja en la Biblioteca de
la ULA y ahora en la farmacia.
Es un joven inquieto, le gusta aprender.
Se mete en la computadora e investiga sobre las cosas que le interesan. Es un
muchacho que a su edad debería estar estudiando. Formándose.
Pero no hubo manera de que se
consiguiera una institución escolar donde lo pudieran seguir enseñando. Donde
pudiera continuar sus estudios. Las fundaciones y organismos que en Mérida,
como en el resto del país, con más amor que recursos económicos y apoyo
gubernamental, se encargan de darles educación a las personas especiales,
tienen capacidad hasta cierto punto, solamente. Llega un momento en que los
padres tienen que, por su cuenta, ingeniárselas para que sus hijos tengan
actividades que los enseñen al tiempo que los entretengan porque el Estado no
se ha encargado, como lo ha hecho con el Derecho al Trabajo, de garantizar el
Derecho que tienen a la educación.
No hay liceos, no hay escuelas técnicas,
no hay institutos de educación superior que den acogida a jóvenes como Miguel
Andrés, quienes quieren aprender y quienes, con la debida atención escolar,
podrían llegar a tener una mejor formación y educación e, incluso títulos
universitarios. Todo queda en lo que los padres puedan hacer por cuenta propia
y de acuerdo a sus propias capacidades económicas e intelectuales.
En fin, a la edad de Miguel, sería
impensable que una familia se alegrase porque un muchacho sin alguna condición
diferente empiece a trabajar. Eso sería, incluso, un drama en muchos casos,
porque a esa edad un joven la única responsabilidad que debería tener es la de
estudiar y prepararse.
Pero quienes sabemos cómo ha sido la
historia de Miguel Andrés, cómo han sido las historias de miles de Migueles en
Venezuela y en el mundo, sabemos que llegar a obtener un trabajo es un gran
triunfo. Como lo fue aprender a ir al baño, aprender a hablar, a nadar,
aprender a leer y a escribir, a manejar la computadora y el Blackberry. Todo ha
sido una batalla, una lucha, una guerra ganada, por él y por Moreida y Marcos,
sus padres y Moreli, su hermana, quienes nunca se han dado por vencidos.
Por eso aplaudimos y nos ponemos felices
al verlo con su uniforme de la farmacia.
Y lo dejo hasta aquí porque las lágrimas no me permiten continuar…
Tomado de:http://golcarr.wordpress.com/2013/07/23/ser-diferente-ser-especial/
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